¿Cuándo fue la última vez que realmente miraste a tus hijos a los ojos y sentiste que los veías de verdad?
Ser madre o padre no es tarea sencilla. Cada día implica pensar en mil cosas: preparar las mochilas, organizar las comidas, llevarlos a sus actividades, conseguir que hagan los deberes, que recojan su habitación, que se laven los dientes, que se duerman a tiempo… y la lista sigue y sigue. En medio de tanta organización y responsabilidades, a veces podemos olvidar lo esencial.
Porque lo que más necesita un niño —mucho más allá de las rutinas, los logros escolares o las normas de casa— es recibir un mensaje profundo y claro: está bien ser quien eres. Eres digno de amor, tal y como eres.
Esto no significa que no les pidamos que recojan su cuarto o que se esfuercen en los estudios. Claro que queremos educar en la responsabilidad y el esfuerzo. Pero lo importante es que esos límites o normas no se conviertan en la condición para merecer amor. Tu hijo o hija no debería sentir que necesita sacar un diez, ganar el partido o mantener la habitación impecable para ser visto, valorado o querido.
Si no transmitimos este mensaje, nuestros hijos pueden convertirse en adultos que buscan sin descanso el reconocimiento fuera: en la aprobación, en las alabanzas, en la ausencia de críticas… en lugar de sentir dentro de sí la seguridad de ser amados simplemente por existir.

Más acciones que palabras
¿Cómo transmitimos este mensaje tan vital? No basta con decirlo, necesitamos mostrarlo con acciones. Una de las formas más poderosas es dedicar tiempo de calidad, sin objetivos y sin prisas.
Tiempo para jugar juntos, charlar, dar un paseo de la mano, hacernos cosquillas, compartir caricias. Momentos en los que no queremos que sean “más” de lo que ya son, ni más ordenados, ni más listos, ni más hábiles… solo estar ahí, disfrutando del encuentro.
Aquí entra una idea clave: cuando estamos perdidos en el “hacer” constante, atrapados en la mente, pensando en el futuro, en lo que falta o en lo que debería ser, dejamos de encontrarnos con nuestros hijos tal como son. Nos relacionamos con una idea de ellos, con la expectativa de lo que quisiéramos que fueran, y no con su realidad viva en el presente.
Ese verdadero encuentro —el de los ojos que se miran y se reconocen— es de las experiencias más nutritivas que podemos regalarles. Cuando un niño se siente visto de verdad, sin que nuestra atención esté puesta en lo siguiente o en la pantalla del móvil, recibe un mensaje profundo: “soy valioso por quien soy, aquí y ahora”.
Mindfulness en familia: cultivar presencia y amabilidad
En nuestras clases de mindfulness en familia, no solo aprendemos herramientas de autorregulación emocional o técnicas para fortalecer la atención. También practicamos la amabilidad hacia uno mismo y hacia los demás, y lo hacemos a través de juegos sensoriales y somáticos que los niños reciben con entusiasmo.
Estos juegos, más allá de la diversión, ayudan a que los pequeños construyan un sistema nervioso más estable y seguro. Y, lo más importante, les transmiten en cada gesto el mensaje: “soy merecedor de amor siendo quien soy”.
La clave es que estos juegos son sencillos, bonitos, somáticos y muy divertidos. Funcionan como una excusa perfecta para que, al repetirlos en casa, el terreno ya esté abierto: los niños quieren jugar, se muestran receptivos y, sin darse cuenta, entran en un espacio de presencia compartida con sus padres. Lo lúdico se convierte en el puente hacia la conexión auténtica, y lo que empieza como un juego acaba siendo un rato de encuentro profundo y nutritivo.
Ese mensaje no llega tanto por lo que decimos, sino por nuestra capacidad de parar, respirar, conectar con el momento presente y mirar a nuestros hijos desde esa quietud. Es un regalo mucho más valioso que mil clases de inglés, piano o robótica. Todas esas actividades aportan habilidades, sí, pero lo que de verdad sostiene su mundo interior es la certeza de sentirse amados y valiosos por el simple hecho de existir.

El reto de parar
A veces, como adultos, nos cuesta mucho ofrecer estos espacios. Frenar puede despertar ansiedad o angustia, porque estamos acostumbrados al “hacer infinito”. Pero aquí está la clave: necesitamos enseñar también a nuestro propio sistema nervioso a estar bien en reposo.
Solo desde ahí podemos encontrarnos con nuestros hijos cara a cara, en el momento presente. De lo contrario, corremos el riesgo de mirar atrás un día y darnos cuenta de lo poco que disfrutamos de su infancia y de cuánto nos hubiera gustado regalarles lo que más necesitaban: nuestra presencia.